TODO EL MUNDO está sujeto por la Providencia de Dios. Dios cuida, no sólo de lo grande y lo inmenso, sino que también de lo pequeño y aparentemente insignificante; no solamente de los cielos y de la tierra, de los ángeles y los hombres, sino también de las pequeñas criaturas, aves, hierbas, flores y árboles. Todas las Sagradas Escrituras están colmadas de la idea de la vigilante acción de la Providencia de Dios.
Para quienes llevan una vida despreocupada y licenciosa, les parece que todo sigue su curso. Ellos consideran que todos los acontecimientos no son más que resultados de una coincidencia casual. A este hombre, poco serio, le parece que Dios, si en realidad existe, se halla muy lejos, en el cielo, y no se interesa por nuestro mundo, ya que éste es demasiado pequeño e insignificante para El. Quienes piensan de ese modo pertenecen a los llamados deístas. La enseñanza deísta sobre Dios adquirió amplia difusión en Occidente durante los últimos siglos, cuando la gente comenzó a perder el contacto con Dios a través de la Iglesia, los Sacramentos y la oración. Esa gente por lo general es, al mismo tiempo, supersticiosa. Concede gran importancia a la influencia de las estrellas en la vida humana, así como a cosas evidentemente estúpidas, por ejemplo; a que no se les cruce un gato en el camino, a que no se les derrame sal en la mesa, a no saludarse a través del umbral, a no dormir con los pies hacia la puerta, etc. Para algunos supersticiosos el número de esos indicios es enorme, pero en vano se complican la vida.
Mejor dejen de prestar atención a tan estúpidos indicios supersticiosos, pues todo el mundo, en general, y la vida de cada persona, en particular, están amparados por Dios.
Todos hemos de saber claramente, que Dios es infinitamente misericordioso y El sólo desea nuestra dicha y nuestra salvación, por eso debemos aceptar con gratitud las tristezas que El nos envía.
Nosotros oramos: “Padre nuestro, que estás en los cielos,” sin embargo, sabemos que Dios está en todas partes, pues El es puro Espíritu, es omnipresente. Por eso David, el cantor de los salmos, exclama: “¿Dónde podría alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir de tu faz? Si subiere a los cielos, allí estás tú; si bajare al “seol,” allí estás presente. Si tomara las alas de la aurora y quisiera habitar al extremo del mar, también allí me tomaría tu mano y me tendría tu diestra. Si dijere; “Ciertamente las tinieblas me envuelven y sea la noche luz en torno mío,” tampoco las tinieblas son oscuras para ti, y la noche luciría como el día, pues las tinieblas son como la luz (para ti) (Salmo 139).
Algunos admiten que el mundo, tomado en su totalidad, no está dirigido por la casualidad, sino es gobernado por Dios. No obstante, piensan que Dios no se preocupa por cada humano en particular, pues este es demasiado pequeño e insignificante, y Dios no puede preocuparse por tan enorme cantidad de seres, imposibles de contar. Mas esas conjeturas son erróneas y hasta pecaminosas. Si Dios, expresándonos en términos humanos, dignó con la existencia a seres tan insignificantes como los microbios, y a cada uno de ellos le concedió determinada composición, forma y estructura, ¿por qué esos seres han de ser indignos de la preocupación Divina en lo sucesivo? Dios se preocupó por su existencia, y ahora sigue preocupándose por su vida. Suele decirse que los seres vivos se han reproducido en exceso. Pero, ¿qué derecho tenemos de revestir a Dios con nuestras limitaciones? Pues El es infinito en sus perfecciones. Y si El, además de nuestro mundo, hubiera creado miles de millones de mundos semejantes con cantidades incalculables de seres humanos, animales, insectos y bacterias, y entonces no se habría fatigado en absoluto, al preocuparse por la vida de todos ellos por separado. Seguramente habrá quien pueda decir que todos esos seres son demasiado pequeños e insignificantes. Pero el concepto del tamaño nosotros lo creamos, partiendo de la comparación con nosotros mismos. Lo que es enorme para nosotros, en comparación con la grandeza Divina es insignificante, y lo que a nosotros se nos antoja pequeño resulta ser importante ante la caridad y el amor de Dios. A todo eso se dedica el Señor, a todo le concede vida, a todo lo dirige hacia los fines concretos de la verdad y el bien.
El Salvador dijo: “Ni uno de los pajaritos cae en tierra sin la voluntad de vuestro Padre” (Mateo 10:29), y con mayor razón en nuestra vida nada podrá suceder sin la voluntad del Señor. Todo lo bueno y misericordioso es enviado por el Todopoderoso, pues El es la fuente eterna de todos los bienes. Mientras que todo lo malo no es enviado directamente por Dios, ya que El no tiene ni indicios de mal. Sin embargo de ves en cuando, el Señor permite al mal perjudicarnos por nuestro bien y nuestra salvación. En este caso las diversas contrariedades causan el mismo efecto que los fármacos amargos y desagradables, pero reconfortantes. Casi todos los medicamentos y tratamientos médicos son para nosotros desagradables, sin embargo seguimos recurriendo a ellos, pues no dudamos de su necesidad y eficiencia.
Todos los hombres deben saber firmemente, que sólo Dios es la fuente de felicidad, de paz y el gozo. El Señor creó los placeres y las alegrías del mundo visible para complacer nuestra naturaleza corporal. Pero el hombre, disfrutando de todo con moderación y poseyendo un alma sensata, no debe olvidar a Dios. Pues el alma no puede estar satisfecha con nada terrenal y objetivo. En la mayoría de los casos nosotros saciamos nuestros apetitos corporales con avidez, olvidándonos por completo del alma y de sus necesidades espirituales. Por eso el Señor, Quien no quisiera vernos degradar de nuestra vocación a ser hijos de Dios al grado de animales irracionales, nos somete a las más distintas pruebas. Así pues, nosotros, tras haber sido castigados en nuestro afán irracional, de a poco vamos comprendiendo lo vano de nuestras acciones y volvemos al amparo de Dios.
Todos hemos de saber claramente, que Dios es infinitamente misericordioso y El sólo desea nuestra dicha y nuestra salvación, por eso debemos aceptar con gratitud las tristezas que El nos envía. Los niños no dejan de amar a sus padres cuando éstos les castigan con razón, pues son conscientes de que lo hacen por su bien. El Señor, como dice la Sagrada Escritura, a quien ama, a éste castiga.
Si el Señor piensa constantemente en nosotros, es decir, se preocupa por nuestra vida y nuestra salvación, es nuestro deber aprender también a seguir las acciones de la Providencia Divina en nuestra vida. A veces advertimos que algo sucede en contra de nuestros deseos. En esos casos solemos indignarnos, irritarnos e incluso culpamos al destino, y sólo después, pasados muchos años, alcanzamos a comprender que aquel desarrollo de los sucesos nos favoreció más, pues de lo contrario hubiera sido considerablemente peor para nosotros. Como cristianos que somos no debemos alegrarnos en exceso por los éxitos conseguidos, sino agradecerle a Dios las tribulaciones, ya que éstas nos purifican de las pasiones, mientras que los éxitos terrenales nos hacen olvidar a Dios y de la meta de nuestra vida terrenal.