Ha llegado a nuestro conocimiento, un artículo publicado por la revista «Arecibo es...», sobre nuestra parroquia y la Iglesia Ortodoxa, que tristemente no refleja nuestras creencias y el funcionamiento de la Iglesia.
Después de nuestra visita a Arecibo, se nos acercó para tener esta oportunidad de explicar la Iglesia Ortodoxa a los arecibeños. Nos entristece, que nuestras palabras no fueron reportadas apropiadamente, con muchos cambios a nuestra respuesta original.
Con el fin de aclarar cualquier malentendido, este artículo contendrá nuestra respuesta original, sin modificaciones, a la revista arecibeña. Las referencias se encuentran al final de este artículo.
A pesar de ello, no albergamos mala voluntad contra la revista ni a sus autores.
Al igual que en nuestro primer artículo sobre Arecibo, pedimos por favor que continúen orando por el pueblo puertorriqueño, Arecibo y el resto de los 77 municipios de nuestra amada isla.
La Iglesia ortodoxa no tiene un origen humano, sino que nace de nuestro Señor y Dios, Jesucristo. Después de su Resurrección, en el día de Pentecostés, los Apóstoles fueron llenos del Espíritu Santo. Fortalecidos por la gracia de Dios y guiados por su Palabra: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio», predicaron el Evangelio por todo el mundo conocido, fundando iglesias y formando líderes a quienes transmitieron la enseñanza de Cristo. Estos, a su vez, continuaron la misión apostólica, estableciendo nuevas comunidades de fe y preservando fielmente la enseñanza y la Tradición recibida.
Durante los primeros siglos, los apóstoles y la comunidad de fe fueron grandemente perseguidos lo que dio como resultado el martirio de muchos al negarse a renunciar a su fe. Al ser testigos de la muerte de los seguidores del Señor, muchos creyeron y la fe continuó mientras se reunían en secreto en las catacumbas. Hasta que en el año 312 d.C el emperador romano Constantino “el grande” creó el edicto de Milán que cesó la persecución del cristianismo, creando libertad para los cristianos de profesar su fe abiertamente en todo el imperio. Pero no fue hasta el emperador Teodosio I en el 380 d.C que el Cristianismo se instauró como la religión oficial del imperio.
Con la libertad de culto, las grandes ciudades del Oriente cristiano, como Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Jerusalén, se convirtieron en centros de la fe. Allí, los Padres de la Iglesia (san Atanasio, san Basilio, san Juan Crisóstomo y san Gregorio Nacianceno), defendieron la doctrina apostólica y fueron fundamentales en la formulación de la teología ortodoxa y la defensa de la fe contra las herejías. En conjunto con los concilios ecuménicos, se establecieron los dogmas fundamentales que la Iglesia Ortodoxa ha preservado hasta hoy.
Hoy en día, la Iglesia ortodoxa consiste de los 4 Patriarcados Antiguos: Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén; los 5 Patriarcados Menores: Rusia, Serbia, Rumanía, Bulgaria y Georgia; y los arzobispados y metrópolis de Grecia, Ucrania, Chipre, Albania, Polonia y América.
La Iglesia ortodoxa y la Iglesia católica romana alguna vez fueron una sola Iglesia, aquella que fue fundada por Jesucristo y los apóstoles. Esta Iglesia estaba compuesta por cinco patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. Lo que hoy conocemos como la Iglesia católica romana fue el Patriarcado de Roma, pero a raíz de diferentes eventos históricos se separó de los otros cuatro patriarcados. La fecha dada para dicho evento, conocido propiamente como el Gran Cisma, es usualmente el año 1054, pero esta fecha es más simbólica que histórica1. El Gran Cisma fue un proceso extenso y paulatino, tanto así que históricamente sería mucho más exacto datar su consumación final entre los años 1725 al 17502. Dicho esto, y dado que debemos ser lo más breves y concisos posible, aquí no tocaremos los elementos culturales y políticos que contribuyeron al Gran Cisma, sino sólo algunos de los elementos teológicos y eclesiásticos que aún forman parte de nuestras diferencias.
La mayoría de los padres de la Iglesia ven a san Pedro como aquel que posee alguna preeminencia entre los demás apóstoles. De hecho, ninguno negó la primacía de san Pedro en la Iglesia3. Es por esto que el Patriarcado de Roma, siendo consagrado por el martirio de san Pedro y san Pablo, como escribe san Ireneo, era conocido como doblemente apostólico. La Iglesia de Roma era vista como aquella que «preside en amor [agape]», como había escrito san Ignacio de Antioquía en su carta a los romanos4. Sin embargo, esta posición de honor habría de ser reinterpretada por el Patriarcado de Roma de maneras novedosas. Mientras que el papa fue instrumental para preservar la fe en controversias como el cisma acaciano en el siglo XI o el período iconoclasta en los siglos VII y VIII, el grado de prestigio también fue incrementando a través de documentos falsificados cómo las falsificaciones simaquianas en el siglo VI y las Decretales del Pseudo-Isidoro en el siglo IX. Es así que se comienzan a ver nuevas tendencias en occidente. Pasando de un humilde papa como san Gregorio Magno, quien escribe en su carta a Eulogio, patriarca de Alejandría, que no le llame «papa universal», pues denigra la autoridad de otros obispos5, al papa Gregorio VII, quien en su Dictatus papae escribe: «Sólo el pontífice de Roma merece ser llamado universal»6.
Producto del papa Gregorio VII son las reformas gregorianas del siglo XI, donde se definen los principios axiomáticos sobre la supremacía del papa, no sólo en la Iglesia romana, sino también en el estado7. Esto provocó una reacción negativa en el oriente, ya que se veía como otro paso de la Iglesia romana hacia una intencional separación de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Para la Iglesia oriental, la identidad del obispo de Roma como líder de la Iglesia se contextualiza en la unión y confesión de la fe, no en su dominio universal, supuestamente infalible y supremo sobre ella. Esto lo podemos ver en la teología oriental, incluso luego del conflicto con Roma. La primacía de Roma nunca fue ni es el problema, sino el alejamiento de Roma de la fe apostólica. Es por esto que teólogos patrísticos tardíos como san Simeón de Tesalónica podían escribir: «No debemos contradecir a los latinos cuando dicen que el obispo de Roma es el primero. Esta primacía no es dañina para la Iglesia. Sólo déjenlos probar su fidelidad a la fe de Pedro y los sucesores de Pedro». Sobre esto el P. Meyendorff comenta que para la Iglesia oriental la antigua ciudad capital [Roma] tenía un lugar tangible, el cual debía recuperar una vez volviese a la fe ortodoxa8. Es decir, la Iglesia ortodoxa no reconoce la primacía del papa por cuanto este ha abandonado la fe apostólica que fue profesada por los papas san Silvestre I, san Agatón, san León Magno, san Liberio, san Martín el Confesor y san Gregorio Magno.
Ambas iglesias se ven a sí mismas como la verdadera Iglesia, aquella que es una, santa, católica y apostólica. Sin embargo, las diferencias que surgen antes, durante y después del Gran Cisma son reveladoras para aquel que desea estudiar las afirmaciones de cada iglesia a la luz de la historia. Un buen punto de partida es el credo niceno- constantinopolitano, pues es útil para presentar uno de los puntos de contención y diferencia teológica entre oriente y occidente: el filioque. La palabra filioque proviene del latín y significa “y del hijo”. El credo fue establecido en el Primer Concilio de Nicea (325 d.C.) y reafirmado en el Primer Concilio de Constantinopla (381 d.C.), en él se estableció que el Espíritu Santo procede únicamente del Padre, según las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan (14: 16), donde promete que el Padre enviará al Consolador.
Su adición en el credo niceno-constantinopolitano con relación a la procedencia del Espíritu Santo se da por primera vez a nivel de un concilio en Toledo en el año 589 d.C. Sin embargo, parece haber sido algo accidental, ya que el rey Recaredo y los visigodos luego de renunciar al arrianismo y abrazar la fe ortodoxa, declararon su adherencia a los antiguos concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia. A raíz de esto el rey Recaredo ordenó que el credo del Concilio de Constantinopla se recitara en toda celebración eucarística en la península ibérica de acuerdo a la manera de la Iglesia oriental9.
En oriente, san Máximo el Confesor fue quien prestó particular atención al debate concerniente al filioque. Aunque no podemos saber cuán familiarizado estaba con la teología trinitaria de san Agustín y el occidente latino, sí sabemos que conocía la enseñanza teológica de los padres griegos con relación a la procedencia del Espíritu Santo, y fue a la luz de esta que juzgó el filioque. San Máximo concluyó que la enseñanza de los latinos, según la había entendido, no violaba la monarquía de Dios el Padre como la única procedencia de Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo. Sin embargo, también reconoció que la expresión del Papa Teodoro en su confesión, aunque no era heterodoxa, era una interpretación pobre y dada a la mala interpretación. Luego de la muerte de san Máximo el Confesor en el año 662 d.C. habría un silencio sobre el filioque de parte de fuentes orientales que duraría siglos, aunque occidente continuó enseñándolo como parte integral de la fe apostólica. No obstante, ante el desate de una serie de eventos culturales, políticos y religiosos, el filioque volvió a ser foco de debate teológico mientras el alejamiento entre la Iglesia oriental y occidental se hacía más evidente10.
Este alejamiento fue frenado en el Concilio de Constantinopla de los años 879 al 880 d.C. Reconocido por algunos en la Iglesia ortodoxa como el Octavo Concilio Ecuménico, este concilio tomó lugar en oriente, fue convocado por el emperador, y siguió un procedimiento conciliar común donde los legados papales ocupaban un asiento de honor. En él se anuló el Concilio de Constantinopla de los años 863 y 869 d.C., e incluyó una cláusula dogmática que condenó cualquier adición al credo niceno- constantinopolitano. No obstante, Roma, yéndose en contra de esta decisión sinodal, añade el filioque a su credo11 en el año 1014 durante la coronación del emperador Enrique II.
Así fue que la Iglesia continuó sufriendo un largo y doloroso quiebre. El occidente, guiado por el Patriarcado de Roma, continuaba alejándose de la fe revelada, desvirtuando y convirtiéndola en una nueva ciencia filosófica, mientras que los demás patriarcados continuaron guardando la fe revelada. El cardenal católico romano Yves Congar, O.P., lo expresa así:
Dom Wilmart, un profundo estudiante de textos antiguos, ha escrito que un cristiano del siglo IV o V se habría sentido menos desconcertado por las formas de piedad corrientes en el siglo XI que su contraparte del siglo XI en las formas del siglo XII. La gran ruptura se produjo en el período de transición de un siglo a otro. Este cambio ocurrió sólo en el occidente donde, en algún momento entre finales del siglo XI y finales del siglo XII, todo se transformó de alguna manera. Este profundo cambio de perspectiva no se produjo en oriente, donde, en algunos aspectos, las cuestiones cristianas siguen siendo hoy las mismas que entonces y las mismas que eran en occidente antes de fines del siglo XI. [...] Oriente siguió el camino de la tradición, y hemos demostrado que una de las principales diferencias entre los diversos pueblos de la fe ortodoxa es, de hecho, que no están formados, como los latinos, por las escuelas. Los teólogos latinos, acostumbrados a la escolástica, a menudo se han sentido desconcertados al ver que los griegos se negaban a ceder a sus convincentes argumentos desde la razón, y en cambio se refugiaban en el reino de los textos patrísticos y los cánones conciliares…12
El origen de las liturgias de la Iglesia ortodoxa yace en la antigua liturgia de Antioquía, la cual es una de las liturgias o ritos base. Meyendorff apunta a que esto se debe al carácter ecléctico de la liturgia antioqueña, lo cual iba de la mano con el desarrollo teológico y litúrgico que se estaba dando en la Iglesia de Constantinopla cuando esta ciudad se convirtió en la capital del Imperio romano. Influencias de Alejandría, Antioquía, Siria y Egipto no sólo daban forma a la cultura y sociedad de la Nueva Roma, sino también a la Iglesia allí presente13. Sin embargo, una síntesis de estas tradiciones e influencias se manifestó en la unificación del servicio litúrgico. Esta comienza a darse a finales del siglo IV por la influencia de los escritos de san Juan Crisóstomo (397-404 d.C.), obispo de Constantinopla, y culmina a finales del siglo XVI con la invención de la imprenta14.
Los dos siglos más significativos en el desarrollo de la tradición litúrgica de la Iglesia ortodoxa son el siglo IV y V, porque las liturgias de san Basilio Magno y san Juan Crisóstomo nacieron en este periodo15. La liturgia de san Basilio es la más antigua de las dos, pero a partir del siglo XII sólo se celebra durante la cuaresma, mientras que la liturgia de san Juan Crisóstomo vino a ser la celebración eucarística más común en la Iglesia ortodoxa. Según Wyber, para el siglo XIV la tradición litúrgica ortodoxa, independientemente de las variaciones regionales, había alcanzado un desarrollo completo y un proceso de consolidación estaba por darse16.
Para el cristiano ortodoxo del ayer y del hoy, la divina liturgia representa el trabajo común, la acción mística central de toda la Iglesia. La liturgia es esa manifestación sacramental de la esencia de la Iglesia como la comunidad de Dios en el cielo y en la tierra, y es la única revelación sacramental de la Iglesia como cuerpo místico y esposa de Cristo. La divina liturgia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica no puede ser comprendida por nuestra capacidad humana y finita, pues nos trasciende. Es por esto que los eslavos, siendo paganos, al atender a la divina liturgia en Constantinopla, no sabían si estaban en el cielo o en la tierra, ni podían expresar lo visto, pero sí pudieron concluir que Dios estaba allí entre los hombres17.
Los santos desempeñan un papel muy importante en la Iglesia ya que sirven como modelos y guías en la vida cristiana. Fueron, son y serán, después de nuestro Señor Jesucristo, los mayores ejemplos de la vida.
Intercesión de los santos.
La tradición de la veneración de los santos consiste en un acto de admiración y respeto hacia aquellos que, por su vida de santidad, son ejemplos de fe y devoción, reconociendo la gracia de Dios obrando en ellos. Su ejemplo no es meramente figurativo, sinó que su participación en la fe es activa. Es dogma en la Iglesia Ortodoxa que en la Divina Liturgia los que estamos presentes nos juntamos con los santos para adorar a Dios. Creemos que la muerte es la separación del alma del cuerpo. No vemos la muerte meramente como el fin de la vida, tampoco como un largo sueño hasta ser resurrectos por el Señor.
«Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos; pues para él todos viven.» (Lucas 20: 38).
Compartimos los mismos santos con los católicos romanos de antes del Gran Cisma del 1054, los grandes padres de la Iglesia como san Ignacio de Antioquía, san Jerónimo, san Atanasio, por mencionar algunos. Pero la Iglesia ortodoxa no ha parado de producir santos, hasta el día de hoy, San Gregorio de Palamás, San Serafín de Sarov, San Simeón el nuevo teólogo, San Xenia de San Petersburgo hasta tan reciente como San Paisios del Monte Athos y otros santos hombres y santas mujeres que están proceso de canonización en este momento.
Nuestro sacerdote, Padre Gregorio Justiniano Cancel, tuvo su primer encuentro con la Iglesia ortodoxa cuando se encontraba radicado con su familia en el estado de Connecticut, Estados Unidos. Una vez estudió e indagó más sobre la Iglesia ortodoxa decidió convertirse y años después fue ordenado sacerdote. Fue después de años de haber vivido en Estados Unidos que decidió volver a Puerto Rico.
“Mi pueblo puertorriqueño no conoce la Iglesia ortodoxa. Por eso le pedí al obispo que nos bendijera visitándonos aquí en San Germán, mi pueblo natal, para traerles la fe de los apóstoles…”
Entonces, decidió regresar a Puerto Rico para introducir a sus compatriotas en la ortodoxia, que en el archipiélago puertorriqueño sólo estaba representada por una iglesia del Patriarcado de Antioquía en Carolina, que atiende mayormente a feligreses de habla árabe recién llegados.
P. Gregorio, con la ayuda de su familia, organizó esta misión en Puerto Rico para los que habían nacido y vivían aquí, en su lengua natal, donde se realizan todos los servicios completamente en Español.
Para nosotros los feligreses encontrar una Iglesia que no solo ha permanecido firme desde el tiempo de los apóstoles, sinó que ha mantenido intactas las enseñanzas y la tradición histórica de la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo, es el sentir de que hemos hallado la perla preciosa de gran precio. Nos motiva hacer la voluntad del Señor, permanecer en su iglesia, seguir la verdadera sucesión apostólica y aprender a amar al Señor cada día. También nos motiva compartir el mensaje del Señor, no solo a San Germán, sinó a todo Puerto Rico.
- Yves Congar, O.P., After Nine Hundred Years: The Background of the Schism Between the Eastern and Western Churches (New York, 1959), 1.
- K. T. Ware, “Orthodox and Catholics in the Seventeenth Century: Schism or Intercommunion?”, Studies in Church History, 9 (1972): 260.
- Robert Spencer, The Church & The Pope (2022), 19-20.
- Boris Brobrinskoy, The Mystery of the Church: A Course in Orthodox Dogmatic Theology (New York, 2012), 254-255.
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- Michael Whelton, Two Paths: Orthodoxy & Catholicism (2020), 77.
- Bobrinskoy, The Mystery of the Church, 258, 261.
- A. Edward Siecienski, The Filioque: History of a Doctrinal Controversy (New York, 2010), 68-69.
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- Bobrinskoy, The Mystery of the Church, 254-255.
- Congar, After Nine Hundred Years, 39-40.
- Angel F. Sánchez Escobar, The Development of the Orthodox Liturgy (North Carolina, 2009), 108-115.
- Sánchez Escobar, The Development of the Orthodox Liturgy, 117-118.
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- Sánchez Escobar, The Development of the Orthodox Liturgy, 187-189.
- Timothy Ware, The Orthodox Church: An Introduction to Eastern Christianity (2015), 257.
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